A las y veinte
minutos, el tiempo se movió en una rápida sacudida; cuando se detuvo, las horas
habían desertado. Aunque no fui consciente de ello hasta que salí de mi casa y llegué
a la playa después de recorrer calles vacías de una ciudad sin alma donde la piel del asfalto, alfombrada de cucarachas muertas, dejaba al
descubierto entrañas y esqueletos destrozados de las canalizaciones.
El sobrecogimiento
que me produjo todo aquello, me desquició por completo. Más tarde fui
tranquilizándome y busqué indicios que me llevaran a encontrar respuesta a tan extraño episodio; pero solo encontré la playa, y mi sombra
proyectándose bajo un sol inmóvil recostado al oeste. El mar no expresaba
elocuencia alguna, tampoco ofrecía su aroma de marea baja; el mar herido y cansado
había sido el último en sumarse a la fuga de las horas cuando entendió que la
luna no regresaría a reflejar el rostro sobre su superficie desolada.
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